Quien me conoce sabe que desde hace muchos años una de mis grandes aficiones son los autos y que, si por mí fuera, tendría una amplia colección de ellos…en tamaño natural; porque sí tengo una colección, pero a escala.
Mi auto predilecto es el Porsche 911, pero siendo más realistas, desde hacía tiempo me ilusionaba tener un segundo auto, de los llamados “pocket rocket”, es decir, un auto compacto o subcompacto con un motor potente, como por ejemplo un GTI, un Civic Si o Type R, un Audi A1 S Line o un Mini Cooper S, entre otros.
Afortunadamente, en 2019 ese sueño se cumplió y pude adquirir un Mini Cooper S 2012, rojo, con toldo, espejos y franjas en el cofre, en color blanco. Como pueden notar no era nuevo, pero era la generación que me gustaba más por el diseño principalmente del interior, con el velocímetro circular en el centro del tablero y, en general un aire retro o vintage, como le llaman ahora.
Me dio muchas alegrías ese “juguete”, aunque también no pocos dolores de cabeza. Al parecer los dueños anteriores no lo trataron muy bien y tuve que desembolsar una fuerte cantidad para tenerlo en óptimas condiciones. También aprendí algo con esa generación (la R56) y es que es muy delicado: sensores, aire acondicionado, el turbo, etc., etc. Cada mes era algo diferente y ya saltaba cada vez que aparecía una alerta en la pantalla o en la computadora.
Eso sí, cuando salía del taller y pasaban días sin problemas lo disfrutaba mucho. Es un coche que llama la atención y quizá más si se le adereza con accesorios o detalles estéticos.
Cansado de estar tan seguido en el taller, finalmente me decidí cambiar mi Mini…por otro Mini, pero de la generación actual (F56). Me había dado cuenta que si sumaba lo que me había costado el auto más las reparaciones que le había hecho me habría alcanzado para uno más reciente y quizá, más confiable.
Encontré uno 2016, se lo compré al dueño del taller donde llevé muchas veces el anterior Mini y, quizá por eso, confió en mí y en el auto que le dejaba a cuenta. Para ser sincero, mi nuevo Mini no tenía el equipamiento que quería, pero estética y mecánicamente estaba en muy buenas condiciones.
Empezó la pandemia y tenía que encontrar pretextos para usar el auto. Era la época en que todo mundo estaba encerrado y hallé un pasatiempo: llenar de accesorios al Mini. Así, le puse calcomanías (stickers) en el volante, en los portavasos, la antena, el control de la pantalla, el tablero, el alerón trasero (ese incluso lo mandé a hacer), la cajuela de guantes, etc. Siendo sincero, se me pasó la mano pero era mi juguete y estaba muy entretenido dejándolo a mi gusto.
Viajé en él en carretera y era una verdadera delicia; los rebases eran espectaculares y el sonido del motor lo llevaba a otro nivel. Sin embargo, llegó un momento –quizá un guiño de madurez- en el que me di cuenta que era un lujo y posiblemente ya no lo disfrutaba tanto como antes.
Aunque era infinitamente más confiable que el anterior, mantener un Mini es más caro que el auto promedio y más aún si se incrementa el kilometraje. Creo mucho en que la vida (el universo, Dios o como quieran llamarle) nos da señales y vi varias que me decían que era hora de que me desprendiera de mi otrora gran tesoro.
Así fue, no sin cierto dolor, pero también convencido de que un ciclo se había cerrado y que era hora de practicar el desapego. Lo vendí a un muy buen amigo, que le encantó el auto y estaba ansioso de manejarlo. En pocas palabras, al deshacerme de algo, hice feliz a alguien más. Ahora, analizaré mis emociones, veré qué llenaba ese juguete y, quien sabe, quizá en un futuro me compraré otro juguete…pero ya no sería un Mini Cooper.
Por Sergio Manríquez: Manriquez992@gmail.com
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